viernes, 31 de marzo de 2017

Solo quiero que me dejen sola








   He venido a este rincón del jardín y estoy de cara al muro de cemento que me separa del huerto huyendo de papá, de mamá, de Jaime. No sé por qué no me dejan tranquila. ¿Acaso les molesto yo a ellos? Me atosigan con besos y abrazos. Se acercan tanto a mí que sus caras se convierten en globos gigantes. Respiro muy de prisa. Sudo. Me asusto. Me ahogo. Grito. Me acurruco en una esquina y me balanceo hasta que se me pasa el miedo.


   Ellos no entienden nada. No entienden que me guste jugar sola. Guardarme en los bolsillos piedrecitas del camino; ponerlas una al lado de otra en la alfombra del salón y formar una estrella. Pero ellos no entienden nada. No entienden que, cuando mi hermano Jaime desbarata de una patada mi dibujo, todo se vuelve negro. Respiro muy de prisa. Sudo. Me asusto. Me ahogo. Grito. Me acurruco en una esquina y me balanceo hasta que se me pasa el miedo.

   Mis padres se empeñan en llevarme a sitios extraños. Señores y señoras con batas blancas me miran por arriba, por abajo. Me dicen: “Haz esto, haz lo otro, date la vuelta, levántate, siéntate, vuelve a levantarte”. Me hacen mil preguntas. Me quedo muda. No los entiendo. Escriben sin parar, fruncen el ceño, discuten en voz alta. Vuela en el aire una palabra extraña: “Asperger, Asperger”. Papá se enfada. Mamá llora. Respiro muy de prisa. Sudo. Me asusto. Me ahogo. Grito. Me acurruco en una esquina y me balanceo hasta que se me pasa el miedo. 

  He venido a este rincón del jardín y estoy de cara al muro de cemento que me separa del huerto huyendo de papá, de mamá, de Jaime. Ya no estoy asustada. Estoy sola, tranquila, feliz. Un petirrojo llega volando. Se posa en mis trenzas y me susurra al oído palabras que solo yo puedo oír.







© Ana Madrigal Muñoz

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